Generales Escuchar artículo

Crónica de una Noruega desconocida

Noruega cabe en cifras que dejan pensando: cinco millones y medio de habitantes, apenas 14,5 por kilómetro cuadrado. Para dimensionarlo: la Unión Europea (UE) promedia 109, el Reino Unido 277 y S...

Noruega cabe en cifras que dejan pensando: cinco millones y medio de habitantes, apenas 14,5 por kilómetro cuadrado. Para dimensionarlo: la Unión Europea (UE) promedia 109, el Reino Unido 277 y Suecia 26 personas por km2. Noruega está entre los países más despoblados de Europa, con enormes extensiones donde no vive prácticamente nadie. Sólo un 2,6% de su suelo es cultivable —frente a un cuarto en la UE—. Y, sin embargo, en Noruega se habita en todas partes: en el extremo norte, en las montañas, junto al mar o en islas heladas. A diferencia de otros países, en los que la industrialización mermó las regiones hacia las ciudades, aquí el Estado consagró por ley el derecho a vivir donde se quiera, y estimula esa política, con la intención de mantener población incluso en los territorios estratégicos del mar de Barents y Spitsbergen.

El paisaje no es un decorado sino un principio de identidad: los noruegos conversan sobre él los lunes, en la escuela o el trabajo, después del esquí o la caminata, como quien repasa lecturas o programas de tv. Los apellidos mismos nacen de accidentes geográficos —un río que se curva, una colina, entre otros, se vuelven literalmente palabra nominal—. Las cabañas, en la montaña o junto al mar, son casi un pasaporte cultural.

El país pisa la cima de los datos económicos: Producto bruto interno per cápita de US$89.700, más del doble de la media europea; segundo en desarrollo humano, tercero en paridad de género. La cárcel casi no aparece en la foto: 54 presos cada 100.000 habitantes, frente a los 124 del promedio de Europa. Los números, basados en datos de la ONU, arman la escena.

Noruega es tan extraordinaria como lejana. Se la conoce por el petróleo y por los salmones de exportación: no por sus cafés ni por sus ciudades discretas. Mucho menos por sus historias de vida o por sus capitales culturales. Algo de eso atrae y también abre interrogantes

La economía suena a mar, a gas, aunque sobre todo a petróleo: en torno al 2% del consumo mundial y al 3% del gas es provisto por Noruega; dos tercios de sus exportaciones dependen de esa riqueza fósil.

En ese país que asoma en el extremo norte de Europa, encajado entre montañas que parecen murallas y fiordos que se abren como cicatrices en la roca, el invierno ofrece días en los que apenas amanece. La luz solar puede ser, en un país tan rico, un bien escaso. Noruega es bella y rica, aunque extrañamente invisible: casi nadie de Europa por fuera de los países escandinavos ni de América Latina sabría nombrar a uno de sus primeros ministros, ni es destino habitual de vacaciones, más allá de los cruceros que rozan los glaciares.

En Noruega son moneda corriente la confianza, la igualdad económica y de género, así como la modestia. La norma social favorece la discreción, desconfía de la ostentación y mira de reojo la ambición excesiva

Los llamados países nórdicos incluyen a Dinamarca, Finlandia, Islandia, Noruega y Suecia. Países que se elogian mucho, pero de los que se conoce poco. ¿Qué sabemos de su trama subterránea, de su composición profunda? Noruega es tan extraordinaria como lejana. Se la conoce por el petróleo y por los salmones de exportación: no por sus cafés ni por sus ciudades discretas. Mucho menos por sus historias de vida o por sus capitales culturales. Algo de eso atrae y también abre interrogantes.

Amistades transatlánticas

Durante una estadía en Londres, entre 2020 y 2023, conocí a tres noruegos: Christer, Michael y Une. Antes de que empezaran las clases en una universidad en la que estaba estudiando, un grupo —algo caótico— de WhatsApp propuso encontrarnos en un bar. A los dos primeros que vi fueron a Christer y a Une, y la charla, como nos gusta jactarnos: fluyó. El idioma inglés ofició de puente. Me hablaron de su afición por los juegos de cartas, del café de filtro, del pan de una panadería que veneraban y de ese vino caliente de invierno que bebían —mulled wine—. Con Christer nos seguimos manteniendo en contacto. Entre pintas, una celebración del día de la independencia noruega —el 17 de mayo de 2021— en Londres y dos viajes a Oslo —2023 y hace unos días— fui tomando nota de lo que implica la cultura nórdica en general y la noruega en particular.

En Oslo, el ladrillo rojo latía. También en la noche. Era la sede del Partido Laborista en pleno centro; en la fachada, “Arbeiderpartiet”, iluminaba la plaza como un recuerdo. Desde las ventanas altas, la vista se desplegaba sobre la ciudad, con tejados hacia el fiordo. En un ascensor del tiempo, la foto en blanco y negro. Una marea frente al mismo edificio; un orador diminuto ante la masa.

Esa memoria socialdemócrata seguía a la vista, aunque el vidrio nuevo la bordease. A pie de calle, la realidad noruega también asomaba en la billetera: una cerveza costaba 8 euros, lo cual para la economía europea era bastante. (Un dato a tener en cuenta: el corte de pelo se cobra por tiempo, no por ejecución. Arranca en quince minutos por 30 euros y cortan lo que alcance en ese tramo).

Actualmente, Christer trabaja en la “Asociación Noruega de Turismo”, una red de refugios y voluntariado dedicados al cuidado de los senderos como si fueran rutas cívicas. También milita en el Partido Verde, un espacio político con énfasis en la ecología y en la transición energética. El Instagram de Christer es un mosaico de montañas: subidas, nieve hasta la rodilla, cielos abiertos. Vivió un tiempo en una casa en lo alto; en invierno, la nieve cubría la puerta. Hoy vive en el centro de Oslo, aunque conserva ese pulso de bosque.

En 2023, me llevó a caminar por las laderas; el viaje en tren más corto hasta el comienzo del sendero costaba seis euros.

En la urbe de Oslo, un martillo de acero destroza una esvástica: homenaje a los ferroviarios caídos y al grupo de la Resistencia durante la Segunda Guerra Mundial, Osvald‑gruppen. En la piedra se lee: “Valió la pena luchar por la libertad: de todos los países, de todas las clases, de todas las personas”. Lo que hay en esas palabras suena a advertencia. Noruega nunca fue tibia y siempre fue determinante en la lucha contra el nazismo.

En Noruega son moneda corriente la confianza, la igualdad económica y de género, así como la modestia. La norma social favorece la discreción, desconfía de la ostentación y mira de reojo la ambición excesiva. Por eso, la transparencia fiscal es extrema: en Noruega cualquier ciudadano puede consultar cuánto gana y cuánto aporta en impuestos cualquier otro. No es un acto de voyeurismo, sino un gesto de sobriedad política. De todos modos, esta aparente perfección noruega también entra levemente en jaque con los asedios del siglo XXI y unas tecnologías que, además de transformar la vida cotidiana, pueden tensionar la distribución económica y normas sociales estandarizadas.

Hace pocos días, un sábado soleado por la mañana, estuve en Kaffebrenneriet, una cafetería a unas cuadras de la casa de Christer. Durante el fin de semana, también pasamos por Tim Wendelboe y Fuglen, templos del café de filtro en Oslo, una tradición antigua y joven. Lo toman solo, sin leche, sin azúcar: cero americano. El filtrado llega con ficha del origen y acidez limpia; sin acompañantes. En esa pequeña decisión del café, se juega toda una diferencia con la cultura americana: son esquivos a los toppings dulces, a los aderezos, a los agregados; hacen de la comida también un culto sobrio. Llevan al máximo el hábito europeo de tomar agua de la canilla para cuidar el recurso y evitar la proliferación de plásticos.

Un café filtrado costaba alrededor de 5 euros. En las tres cafeterías, la escena era similar: notebooks abiertas sobre las mesas de la vereda, lentes de sol, mochilas marca Kanken y Rains, tapados o sweaters de Samsøe o Holzweiler. La sastrería nórdica a la orden del día: elegantes aunque con un estilo más de montaña.

El sol sobre las calles limpias, los ventanales antiguos de ladrillo y las macetas con flores cuidadas al detalle. Cuando me levanté para pedir, le pregunté a Christer si se quedaba cuidando mi mochila, mi mochila argentina. Me respondió, con una mezcla de sorpresa y sonrisa: “Podemos ir los dos así elegimos mejor, dejala ahí, nadie se la va a llevar”. El noruego de la mesa de al lado asintió con complicidad.

Si alguien visita Oslo, Christer sugiere pasar por la librería Tronsmo Bokhandel. Entre los anaqueles, me crucé con libros de dos argentinos: la obra completa de Jorge Luis Borges, y Hambre, de Martín Caparrós, en su traducción al inglés.

La aldea igualitaria no es total

Durante esa visita, Christer me habló del Nobel noruego Knut Hamsun, de principios del siglo XX, aunque me explicó la posición nazi del autor: le regaló la estatuilla de su Premio Nobel al propagandista Goebbels y escribió un obituario elogioso de Hitler.

Noruega no vive fuera del mundo. Tiene sus sombras. La conversación pública no está exenta de posiciones cuestionables sobre inmigración, islamofobia y racismo. La igualdad noruega no le llega a todos del mismo modo.

La segunda generación de inmigrantes se norueguiza con cierta naturalidad —en el idioma, en la escuela, en la igualdad—, aunque aún choca con miradas que exigen uniformidad.

El 22 de julio de 2011 se quebró la ilusión de que ciertos horrores no ocurrían en tierra noruega. Ese día por la tarde, el extremista noruego Anders Behring Breivik hizo explotar una bomba junto al complejo gubernamental de Oslo y mató a 8 personas; horas después, ese mismo hombre de 32 años cruzó a la isla de Utøya, donde se hacía un campamento de verano de las Juventudes Laboristas, y abrió fuego. Allí murieron otras 69 personas; la mayoría, adolescentes. En un día, una misma persona fue capaz de matar a mansalva a 77.

Este horror produjo una fuerte revisión en la cultura noruega y conmocionó ciertos lugares comunes respecto de la inmigración. Que alguien nacido y criado en esa cultura igualitaria fuese capaz de semejante atrocidad no pasó desapercibido. No fue un crimen perpetrado ni por un extremista no occidental ni por un extranjero, como sí había sucedido, lamentablemente, en los últimos años, en Suecia y Dinamarca.

Es una controversia al borde de lo infame que en uno de los países, en apariencia, más armoniosos del mundo haya ocurrido la peor atrocidad global cometida por un único tirador.

La respuesta del país eligió una dirección opuesta a la venganza. En los funerales, quien era el primer ministro Jens Stoltenberg pidió “más apertura, más democracia”. Las plazas se llenaron de rosas. La familia real dejó el palacio sin vallas. Hubo vigilancia, sí, aunque no se clausuró la vida pública.

La peor persona del mundo

La ciudad, a veces, conserva aire de pueblo pesquero. En Oslo, hay amigos que se cruzan y saludos breves en voz baja. La eficiencia organizativa convive con el trato cercano de quienes, por cantidad de habitantes, o se conocen o están a pocas personas de conocerse. La amistad pesa. Tal vez influya la tradición protestante de la Iglesia de Noruega —durante siglos religión oficial del Estado— o la costumbre de independizarse temprano de los padres. Lo cierto: el lazo permanece.

Tobías, un actor noruego, vive de su oficio hace una década. Sindicato, universidad pública, alquiler al día. Henrik, otro amigo de Christer, en una noche de domingo nos sirvió un ganso que él había cazado en un bosque. Durante la cena, contó sobre una boda a la que asistió en Río de Janeiro: hoteles caros, deferencias, y también un robo. Recordó que a su padre le arrebataron un collar y un celular en aquel viaje. Me habló con naturalidad, aunque en su mirada se repetían ciertos lugares comunes de la visión europea sobre América Latina. Pensé, entonces, que también podría haber contado Brasil con otras palabras: la de sus playas, su música, su literatura. Pero no. Aquí también se juegan las palabras con las que se recuerda a un país.

La ciudad habla en voz baja, aunque el fin de semana suelta la cuerda. La palabra existe: helgefylla, y el periodista inglés Michael Booth la difundió en su libro “The Almost Nearly Perfect People: The Truth About the Nordic Miracle” (2014). Se trata del exceso de alcohol que desarma el protocolo. Orden y desborde conviven, como si la convivencia necesitara una válvula.

Fuimos con Christer y sus amigos al Oslo Pix Film Festival, a una función al aire libre en una plaza del centro. Entrada libre, pochoclo gratis, lleno total. La pantalla gigante anunciaba en noruego Verdens verste menneske —título original de La peor persona del mundo; literalmente: verdens = «del mundo», verste = «peor», menneske = «persona/ser humano»—. Antes de la proyección, la actriz Renate Reinsve conversó con el director Joachim Trier —autor de la “trilogía de Oslo”— sobre un escenario mínimo: dos micrófonos, zapatillas, camperas; una cinta en el suelo marcaba la frontera entre ellos y nosotros. Mantas, termos y miles de jóvenes sentados en el pasto o el cemento.

Casi nadie miraba el teléfono ni se levantó en escenas clave; las conversaciones se apagaron con los primeros fotogramas, aunque sí había algunos comentarios ante lugares reconocibles.

La ciudad habla en voz baja, aunque el fin de semana suelta la cuerda. La palabra existe: “helgefylla”, y el periodista inglés Michael Booth la difundió en su libro “The Almost Nearly Perfect People: The Truth About the Nordic Miracle” (2014). Se trata del exceso de alcohol que desarma el protocolo. Orden y desborde conviven, como si la convivencia necesitara una válvula

La película —retrato generacional de amores rotos y dudas existenciales de los treinta— convierte a Oslo en personaje. En su escena más icónica, cuando la protagonista descubre que ama a otro, el mundo se detiene: semáforos, bicicletas, perros; ella corre sola por calles inmóviles hasta encontrarlo y recién ahí el tiempo vuelve a andar. También es un manifiesto estético: capítulos, voz en off, humor seco; una ciudad que, por un instante, se permite el arrebato. Cine nórdico.

La protagonista se subleva contra su propio destino: deja Medicina, prueba Psicología, se vuelca a la Fotografía; paga las cuentas como librera. Uno de sus partenaires, dibujante de cómics, lanza su manifiesto: “¿El arte debe ser amable o desordenado y libre?”

Petróleo, Munch y vuelta a casa

El contraste decisivo no está en el cortado —“es un insulto al café agregarle leche”, dice Christer— sino en el petróleo. En la posición frente al fósil millonario.

En 1969 se descubrió Ekofisk, el primer gran yacimiento de petróleo en aguas noruegas. Esto cambió al país. Noruega escribió entonces su manual: en 1972 creó Statoil (hoy Equinor) para asegurarse de que el Estado se sentara en cada pozo.

El Estado noruego ha adoptado una perspectiva distinta respecto del manejo de la renta petrolera, que se ha vuelto emblemática en el mundo. En 1990 creó un Fondo Soberano que organiza cómo se debe manejar este ingreso: el propósito es administrar un recurso finito con una mirada social. Hoy es el mayor del mundo, con un valor de 1,7 billones de euros (20 billones de coronas noruegas) y participaciones en más de 9.000 empresas. Los noruegos son dueños de algo más del 1 % de todas las acciones cotizadas del planeta y de casi el 2 % de las europeas.

En concreto, respecto de la administración del Fondo sólo permiten gastar un 3% del total en el presupuesto anual debido a que estiman que el Fondo genera ése porcentaje de ganancia y, de esa manera, cuidan la sostenibilidad de ese aporte a la economía de Noruega. El petróleo, paradojalmente, una energía criticada por sectores progresistas, financia una parte del presupuesto en educación, salud y bienestar.

La conversación sobre el petróleo es una constante en Noruega. Charlas, cafés, caminatas. La despedida del fin de semana de Oslo incluye un último paseo.

Junto al río Akerselva se encuentra el museo dedicado al pintor noruego Edvard Munch. Adentro, el famoso cuadro “El grito” de 1893 —junto con otras versiones posteriores— y un retrato de Nietzsche con cielo partido. En esas pinceladas, en esa tensión de colores, aparece una pregunta tan propia como universal: la de la existencia en la vida contemporánea.

El recorrido museográfico sobre la obra de Munch propone dos palabras que ordenan, también, algo de Noruega aunque sin explicarlo del todo: en una traducción libre podrían ser “Soledad” (Alone) y “Amor” (Love).

Al salir del museo advertí que había, además de lo ya visto, otra pequeña sala en la que no me había detenido antes. Con el trabajo de artistas extranjeros. Me llamó la atención y me dirigí hacia ella. Al estar ahí, prácticamente solo, me inquietó la inclusión en ese lugar de una parte decisiva de lo que más le cuesta a Europa mirar: el nazismo. Un cuadro sobre este horror. Quizás es posible encontrar en ese museo de su pintor más famoso un mapa para leer este país. Tal vez ahí esté la nota: una ciudad que ordena casi todo y, sin embargo, guarda un cuarto para sus preguntas.

Las fotos son de Ramiro Gamboa

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/conversaciones-de-domingo/cronica-de-una-noruega-desconocida-nid21092025/

Comentarios
Volver arriba