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La democracia y los diferentes populismos en América

Existe, al menos en nuestra tierra, la creencia de que la democracia es insustituible como forma de organización político-social de la comunidad. Definida por Abraham Lincoln, en los albores de l...

Existe, al menos en nuestra tierra, la creencia de que la democracia es insustituible como forma de organización político-social de la comunidad. Definida por Abraham Lincoln, en los albores de la constitucionalización moderna, como el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, viene soportando tantas deformaciones que resulta difícil reconocer su existencia en muchos países de nuestro continente.

Suprimida la democracia por los populismos de la izquierda marxista radicalizada (cuyos ejemplos más patéticos son Cuba y Venezuela, que han seguido la teoría y praxis de la razón populista de Ernesto Laclau) algunos intelectuales asimilan esos regímenes a los llamados populismos de derecha que suelen, de tanto en tanto, oscurecer el escenario de las democracias latinoamericanas.

No advierten que son fenómenos distintos. Como dijo Manuel Aragón Reyes en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de Madrid (mayo 2025), de este tipo de dictaduras se termina saliendo. En cambio, la izquierda radicalizada tiene una vocación de eternidad que afirma un proceso que jamás finaliza, además de utilizar una técnica específica para apropiarse del poder y mantenerse en él en forma permanente, mediante la práctica de la teoría de la razón populista.

En términos del inspirador de los modernos populismo de origen marxista (Gramsci), los movimientos de esa índole deben superar la etapa de la lucha de clases y orientarse hacia una guerra de posición entre dominantes y dominados, convocando a la unión permanente de los sectores adversos al capitalismo, entre los que incluye a los intelectuales que actúan como palancas de la sociedad y de la posterior toma del poder. La reducción del proletariado ha tirado por la borda las profecías de Marx y Engels sobre su poder efectivo al no prever el extraordinario desarrollo del capitalismo. Lo nuevo en esta teoría es la unión de los intelectuales y la escasa intervención del proletariado, pero el esquema no deja de ser una interpretación materialista de la historia. Esa guerra de posición es permanente a fin de mantener la hegemonía política sobre toda la sociedad por tiempo indefinido. En realidad, más que una guerra constituye un proceso que tiende a eternizarse y que es mantenido mediante la fuerza, como ocurrió y ocurre en Cuba y Venezuela y en las repúblicas que transitan por un camino semejante, que de repúblicas pueden solo exhibir el nombre.

La primera condición de una democracia radica en ser una democracia representativa cuyos poderes ejecutivos y legislativos son elegidos por el pueblo en elecciones libres siendo una combinación de ambas representaciones la que permite nombrar a los magistrados que integran el Poder Judicial.

Nuestro art. 22 de la C.N. contiene ese principio pues, siguiendo el pensamiento del genial Alberdi, nos dice: “El pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por esta Constitución”. La definición es clara y desaloja cualquier interpretación evolutiva que permita sostener que la democracia es, por esencia o derivación, directa, participativa y/o delegativa.

Aunque la reforma constitucional de 1994 haya reconocido el derecho de participación de las asociaciones de consumidores y usuarios en los organismos de control de los servicios públicos (art. 42 C.N.) nada prescribe acerca de la participación obligatoria en el proceso de toma de decisiones de los entes reguladores, el cual queda librado a las leyes reglamentarias.

Lo que ha ocurrido recientemente en México implica un gravísimo retroceso de la democracia representativa calificada en el diario español El País como una “desconstitucionalización” por parte de un jurista de la talla de Santiago Muñoz Machado, que presentó recientemente, en la Facultad de Derecho de la UBA su libro: De la democracia en Hispanoamérica, en el cual cuestiona, con acertados fundamentos, los populismos deformantes que pululan en nuestro continente.

La última reforma constitucional mexicana adoptó el sistema de elección popular de los jueces sin atender a la idoneidad y mérito de los candidatos ni a la necesidad de ser elegidos mediante concursos que acrediten esa idoneidad. De ese modo, los jueces elegidos por una parte del pueblo (el que concurra a las elecciones) serán nombrados automáticamente por el Estado, aunque esos jueces representen intereses de la política gobernante o del narcotráfico. Resulta obvio deducir que la causa de haber concebido ese engranaje diabólico para designar a los magistrados radica en el temor a la separación de poderes, principio que juega siempre como antídoto del exceso de poder y demás arbitrariedades.

Pero nada de esto parece conmover a un sector de intelectuales que imputan la destrucción de la democracia a Trump comparándolo con Hitler. A riesgo de que se nos acuse de defender al presidente de Estados Unidos, son figuras incomparables. Trump no ha llevado a cabo una política de exterminación racial ni tampoco purgas ni asesinatos masivos. Exhibe un autoritarismo contrario al estilo democrático, pero de ahí a compararlo con Hitler hay un abismo puesto que todos sus actos se encuentran sometidos al control del Poder Judicial y del Congreso. El desprecio por la vida humana que exhibieron Hitler y otros dictadores como Mussolini y Stalin no le es imputable.

¿O acaso habría sido posible que Hitler o Castro hubieran tolerado que la Suprema Corte de Justicia revisara una decisión sobre los inmigrantes al afirmar que se había violado el derecho de defensa que prescribe la Constitución, como sucedió recientemente en EE.UU.?

En cualquier caso, la comparación con Hitler habría que hacerla con Fidel Castro, que persiguió escritores y compañeros revolucionarios, fusiló a miles de compatriotas sin proceso y cuya política condujo a la muerte a cientos de cubanos que decidieron fugarse de la isla con medios primitivos, perdiendo la vida en el intento.

Aparte de la democracia representativa y de la vigencia efectiva de la separación de los poderes, un gobierno que practique la democracia debe respetar la supremacía de la Constitución, la alternancia de las funciones y los cargos ejecutivos y legislativos y, sobre todo, las libertades de los ciudadanos. En Hispanoamérica, las democracias no deben convertirse en referentes de las ideologías radicalizadas de turno, pues existe un derecho humano fundamental a ser gobernados bajo los principios de un sistema democrático, en paz y con justicia.

Las raíces filosóficas de los populismos radicalizados se remontan a Descartes, Hegel y Nietzsche, como lo ha demostrado con singular maestría Albert Camus, valiente escritor que abandonó los extremos a los que llegaba el existencialismo sartreano. Basta leer unas páginas de uno de sus mejores ensayos, El hombre rebelde, para captar hasta qué punto esas teorías condujeron a justificar la razón sin medida, el asesinato de Dios y el terror revolucionario. El libro es un alegato extraordinario en el que brilla el afán por la libertad y dignidad del hombre, aunque ha sido ignorado por los medios intelectuales afines a la izquierda populista y aun por aquellos que pretenden, con su silencio, tapar el cielo con un harnero.

Lo que está ocurriendo en Colombia, durante el gobierno de Petro, que desplegó un implacable odio revolucionario, susceptible de culminar con el exterminio de los opositores, constituye un llamado de atención para todos los demócratas sinceros que no deben tolerar semejante política.

La razón humana no puede ser absoluta ni despojada de los valores esenciales del hombre ni de sus límites morales. A ese estadio nos conducen las filosofías de Descartes y las que propagaron pensadores afines, como los existencialistas, que justifican el asesinato revolucionario en aras de la razón absoluta. A la luz de Camus, siempre clarividente, pese a haber militado antes en sus filas, el existencialismo radical resulta insostenible y “en vez de situar al hombre en el mundo, lo ha encerrado en sí mismo”.

La libertad constituye uno de los valores básicos que hacen a la dignidad del ser humano, implícitamente asociado al respeto de la democracia representativa, que excluye el absolutismo arbitrario, la hegemonía y la manipulación del populismo radicalizado, heredero moderno del marxismo revolucionario. Este es el peligro más grande que afrontan las democracias de nuestras desganadas repúblicas de Latinoamérica.

Presidente de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires (2022-2025), académico honorario de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación y correspondiente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, ambas de Madrid

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/la-democracia-y-los-diferentes-populismos-en-america-nid02082025/

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