Osvaldo Piro: un renovador del tango que se formó en las grandes orquestas típicas y dejó su sello en la cultura porteña
Fue casi tan porteño como el Obelisco, que había nacido solamente unos pocos meses antes que él. Pero en Osvaldo Piro todo tenía olor a Buenos Aires y a tango, aún cuando decidió radicarse en...
Fue casi tan porteño como el Obelisco, que había nacido solamente unos pocos meses antes que él. Pero en Osvaldo Piro todo tenía olor a Buenos Aires y a tango, aún cuando decidió radicarse en la localidad cordobesa de La Falda en los últimos años de su vida. Quizá porque es una de las ciudades más tangueras del interior, con su tradicional festival y donde pudo combinar la tranquilidad serrana con esa música y esa cultura que eran parte inseparable de él.
“Estaba transitando una enfermedad y estos últimos días lo habían internado tras descompensarse”, señalaron desde la Academia Nacional de Tango, en contacto con la familia del bandoneonista, compositor y director, que tenía 88 años.
Oriundo de La Paternal, había nacido el 26 de diciembre de 1936, más allá de que su partida de nacimiento apareciera con una semana de diferencia por esas cosas que eran bastante habituales en el pasado. Y se hizo en el tango casi desde la cuna. Empezó a estudiar el bandoneón con 10 años con Félix Cordisco y a los 11 ya era parte de un trío infantil. Y muy pronto pasó a las manos maestras de Domingo Mattio, ligado a esa escuela troileana que también quedaría para siempre en su ADN.
No tuvo una instrucción musical formal ni académica pero sí buenos y variados maestros, como Pedro Rubbione, Julio Nistal o Juan Francisco Giacobbe. Todavía adolescente, hizo sus primeros pininos orquestales “más serios”, con la conducción de Ricardo Pedevilla. Y, en un proceso vertiginoso, con 16 ya era parte de la orquesta de Alfredo Gobbi.
Hombre del mundo de la típica, fue miembro de las agrupaciones de Víctor D’Amario, Ángel D’Agostino, Celso Amato, Fulvio Salamanca y, Aníbal Troilo, que lo quiso y lo respetó muchísimo y le dejó como herencia uno de sus instrumentos.
En esa escuela de la noche, el tango, el cigarrillo y los grandes colegas, Osvaldo Piro se hizo enorme. Tocó en cuanto lugar de la ciudad existía, desde los grandes teatros a las casas de tango, de los bares a las majestuosas salas de concierto. Condujo sus propias orquestas grandes y sus grupos de cámara. Tuvo la responsabilidad de la cordobesa Orquesta Provincial de Música Ciudadana (2003-2009) y de la Orquesta Nacional de Música Argentina Juan de Dios Filiberto (1994-2000), a la que le hizo vivir una de sus épocas más gloriosas. Grabó discos con varias de esas formaciones. Acompañó a cantantes. Fue miembro de la Academia Nacional del Tango. Acumuló decenas de millas con sus diversas propuestas, en Europa, América y Japón. Escribió música para teatro y cine y hasta condujo un programa radial. Y recibió varios premios, como la Palma de oro del Festival de La Falda, el Martín Fierro, el Konex en dos oportunidades, el Min-On de Tokio, el de intérprete en Sadaic y la distinción de Ciudadano Ilustre de su ciudad natal.
Hubo varias mujeres importantes en su vida, entre ellas las cantantes Susana Rinaldi y María José Mentana. Con cuatro de ellas tuvo a sus cinco hijos: Ligia, Alfredo, Martín, Lara y Fernanda. Y Lidia Chango fue quien lo acompañó en la madurez y quien, a la par de sus hijos, lo respaldó cada vez que la salud se puso difícil cuando los años empezaron a acumularse.
Como tanguero que fue, Osvaldo Piro queda fuertemente asociado al siglo XX. Esa es la cultura que lo forjó y lo puso en un sabroso puente entre la tradición y la modernidad, entre Pichuco y Piazzolla, entre los arreglos camarísticos y las grandes sonoridades instrumentales. Y fue, junto a otros que se hicieron como él en las orquestas de Troilo y de Pugliese, parte de una maravillosa camada de bandoneonistas que se dejaron seducir por “lo que vendría” pero sin olvidarse nunca de cuál era el punto de partida.
Ahí están entonces las grabaciones, sus composiciones –“Octubre” y “Azul noche” son las más conocidas, pero hay muchas otras-, los recuerdos de los muchísimos músicos y cantantes que trabajaron con él y esa sonrisa de porteño canyengue, con el labio tirado hacia un costado, que lo hacía inconfundible. Se fue otro muy grande. Con el dolor de una pérdida que es irreparable y con la satisfacción de saber que pasó por este mundo con una vida larga, que deja una huella imborrable.