“Se convierte en un familiar”: un programa busca que los adolescentes que cometieron delitos leves sean apadrinados por sus vecinos
“No te digo que es un hijo, pero se convierte en un familiar”. En los últimos tres años, Pablo Azcárate, el dueño de la frase, fue padrino de tres adolescentes, uno por año. Los tres tiene...
“No te digo que es un hijo, pero se convierte en un familiar”. En los últimos tres años, Pablo Azcárate, el dueño de la frase, fue padrino de tres adolescentes, uno por año. Los tres tienen algo en común: todos cometieron algún delito.
El primero de los tres, del que no vamos a dar su nombre para resguardar su privacidad, tiempo después de ser apadrinado hizo un curso de instalación de aires acondicionados. Cuando consiguió un trabajo estable, una de las primeras cosas que hizo fue ir a contarle la buena nueva a Pablo.
“Cada vez que me lo cruzo por la calle pienso: ‘Esto lo hicimos bien‘. Mirá, te lo digo y se me pone la piel de gallina”, dice el Pablo.
La charla es en Ensenada, una ciudad de 65.000 habitantes con aires de pueblo. Desde hace 10 años, ese municipio apuesta por el compromiso de su comunidad como un actor clave para que los adolescentes que cometen delitos leves puedan dejar atrás el camino de la delincuencia y reinsertarse en la sociedad. En general, son chicos que cometieron hurtos o robos, agredieron o lesionaron a alguien, o produjeron vandalismo. Es decir, cometieron delitos menores.
Para lograrlo, la Subsecretaría de Derechos Humanos de la Municipalidad creó un sistema de padrinazgo por el que ya pasaron 78 adolescentes. En la práctica, este plan conecta a chicos que tuvieron algún problema con la ley con vecinos que están dispuestos a apadrinarlos. Lo hace por un período de seis meses a un año.
El objetivo central del padrinazgo es lograr que los chicos, que en su gran mayoría cargan historias de mucha vulneración, sumen nuevos referentes y amplíen su red. Durante ese período, el padrino le otorga a su ahijado una beca mensual de 28.000 pesos y le facilita algún tipo de iniciación en el mundo del trabajo.
“No les pedimos gauchadas. Buscamos que los padrinos sostengan esa presencia y puedan comprometerse de alguna manera con la trayectoria de vida de los chicos”, explica Carlos Dabalioni, subsecretario de Derechos Humanos.
No vuelven a cometer un delitoEl organismo que encabeza Dabalioni está a cargo del “Programa de inclusión para jóvenes y adolescentes en conflicto con la ley penal y adicciones”, que trabaja con chicos y chicas de entre 13 y 19 años que cometieron delitos leves e ingresaron al fuero de Responsabilidad Penal Juvenil y fue destactado por Unicef y la Defensoría del Niño de la Nación. En los últimos cinco años, 256 adolescentes pasaron por este plan.
Dentro del programa, un equipo compuesto por seis operadores trabaja para que los chicos puedan correrse del contexto marginal que los rodea y logren integrarse socialmente. La principal es que retomen la escuela, aprendan un oficio y se aproximen al mundo del trabajo. En muchos casos, pueden darse las tres cosas.
“Queremos darle a los chicos la oportunidad para que puedan salir de la estigmatización permanente. Este es un pueblo pequeño y quien comete un delito rápidamente es apartado, se convierte en una molestia. Que un padrino apueste por él, favorece su reinserción”, dice Dabalioni y aporta un dato para respaldar lo que dice: del total de chicos apadrinados, apenas dos reincidieron en el delito.
Dabalioni conversa con LA NACION en una oficina contigua a su despacho. En una de las paredes, sobre dos pizarras blancas, un cartel dice “No a la baja”, en alusión a la discusión por la baja de la edad de imputabilidad. Ocurre que en mayo pasado un proyecto de ley que propone bajar la edad de imputabilidad de 16 a 14 años entró en la agenda legislativa de Diputados. Así se volvió a poner el foco en los adolescentes que cometen delitos.
En uno de los rincones de esa misma sala se apilan carpetas negras tamaño A3. Son los legajos de los chicos que supervisa la subsecretaría. Cada folio es una historia en donde se acumulan carencias, vulneraciones y registros de aprehensiones.
Uno de los legajos más gordos pertenece a un chico al que vamos a llamar Aaron. Ingresó en el radar de la subsecretaría a los 11 años. “Las intervenciones eran difíciles: su mamá estaba presa y un abuelo lo criaba como podía. Se la pasaba en la calle”, recuerda Dabalioni. Dos años más tarde ya había sido aprehendido por robo en varias oportunidades y tenía problemas de consumo. “Ahora está mejor. Está tratando de terminar la escuela”, agrega el funcionario.
La historia de Aaron tiene muchos puntos en común con la de otros adolescentes en conflicto con la ley. Es que existe una trayectoria de vida característica de esos chicos, según reveló una reciente investigación de LA NACION: crecen desamparados, sin referentes adultos y en hogares pobres donde impera el desempleo o el empleo informal. Suelen abandonar la escuela, comienzan a hacer changas desde niños y empiezan a consumir drogas a edades cada vez más tempranas. Antes de cometer un delito con consecuencias penales,suelen tener algún antecedente previo.
Pobreza, drogas y falta de oportunidades“Hay chicos que son tercera generación de familias en situación de calle o que tienen problemas de consumo o problemas con la ley. Todas son historias fuertes. Muchos se crían prácticamente solos, o vienen de familias monoparentales, donde hay una mamá que la pelea como puede y varios hermanitos”, grafica Dabalioni.
Se trata, según el funcionario, de chicos jaqueados tanto por la droga como por la falta de oportunidades para ellos y también para sus familias. Y también, por algo que llama “la puerta giratoria de la escuela”.
“No todas las escuelas se quieren involucrar con estos chicos. Muchas veces se los quieren sacar de encima. Los clubes no siempre les abren las puertas”, dice. “El pibe crece acostumbrándose a que el vecino lo eche y que la policía lo acose”, agrega.
Cuando ingresan bajo el paraguas de la Subsecretaría, se activa un proceso de acompañamiento que intenta ser lo más personalizado posible. “Ahí empieza el trabajo de nuestros operadores. Buscamos articular con la familia, con la escuela, si es que va. Y si está en consumo, también articulamos con la Sedronar si está en consumo”, explica Dabalioni.
A partir de ese momento, el chico tiene que asistir a una reunión semanal con adolescentes que están en su misma situación. “Es, sobre todo, un espacio de escucha”, agrega. En ese proceso, cuando el adolescente empieza a dar señales claras de progreso, se convierte en candidato para el proyecto de padrinazgo. Aunque no siempre hay padrinos disponibles.
“Actualmente, tenemos 14 padrinos, pero estamos abiertos a sumar muchos más”, dice Dabalioni, quien reconoce que sería muy positivo para el proyecto poder ampliar la red.
“A los que se sacan 10, los premio”La cooperativa de remises que lidera Pablo Azcárate queda a pocas cuadras de la Subsecretaría. Allí, el hombre de 50 años dice que no dudó ante la propuesta de Dabalioni de sumarse como padrino. “Cuando yo era chico, los pibes que tenían problemas con la ley quedaban marginados. Está bueno sacarlos de la calle y darles una oportunidad”, dice.
Entonces cuenta que los chicos que llegan para ser apadrinados ayudan lavando los autos o con los trámites sencillos. También dice que él los aconseja y les dice que tienen que estudiar o tener un oficio.
“A los que se sacan 10 en la escuela, les doy un premio”, dice risueño, y recuerda el caso de otro de sus ahijados que llegaba a los encuentros con una carpeta. “Anotaba todas las indicaciones que yo le daba”, cuenta.
En Ensenada, los jóvenes que tienen antecedentes penales por delitos leves pueden acceder a un empleo municipal. La condición excluyente es que hayan concluido en forma satisfactoria todas las actividades dispuestas durante su estadía en el programa de inclusión de la Subsecretaría. “La reinserción social y la inclusión laboral de estos chicos es lo más deseable para ellos. Pero que tengan antecedentes penales es una limitante porque nadie los toma. Entonces, ¿cómo hacemos?”, pregunta Dabalioni.
Gracias a una ordenanza que los habilita a postularse a las vacantes que se generan en el municipio, ya son 40 los chicos que se sumaron a su planta de empleados. “Pero no tenemos espacio para todos. Así que también intentamos acercarles oportunidades del sector privado al aprender un oficio, como el de soldador o el de barbero, y acercarlos a los padrinos”, agrega.
Luis María Marchetti tiene 63 años y perdió la cuenta de los chicos que lleva apadrinando. “Más o menos unos 14”, arriesga. Es uno de los primeros padrinos y, desde entonces, permanece. Es farmacéutico y presidente del Club Náutico de Ensenada.
“Los chicos vienen a la farmacia y aprenden sobre el negocio. También hacen algunas tareas de cadetería. Si surge algún trabajo de albañilería en el club, también se los propongo por si tienen interés en aprender”, le dice a LA NACION en un alto de su jornada.
Marchetti está convencido del poder de las oportunidades. Cree que es tan grande ese poder, que es capaz de torcer trayectorias de vida que parecen haberse truncado antes de arrancar. “Son chicos que no cuentan con la contención de una familia y eso hace una gran diferencia. Si de 10 podemos recuperar a uno, este proyecto vale la pena”, dice.
Ahora trabaja y sueña con su casaJoaquín Aquino es uno de los chicos que hoy tiene un trabajo estable gracias a la ordenanza. Trabaja en el turno noche en el dispositivo inaugurado por la Subsecretaría para alojar en forma transitoria a los chicos que son aprehendidos por la policía. El objetivo es que no queden en comisarías mientras se resuelve su situación procesal.
Joaco, como todos le dicen, tiene 21 años y hoy le toca acompañar a los chicos que llegan escoltados por la policía. Son adolescentes que están en donde, no hace mucho, estuvo él.
“Cuando les preguntás por que hicieron lo que hicieron, se quedan callados, no saben qué responder. A veces te dicen: ‘Porque estoy dolido con la vida’. En mi caso, yo estaba cansado de escuchar a mis hermanitos llorar por hambre”, se sincera en diálogo con LA NACION.
Cuando vuelve a sus 12 años, ve a un chico que no supo dónde buscar refugio para evadirse de la cruda situación de necesidad que se vivía en su casa, con una mamá desempleada y dos hermanos más chicos. Así fue que encontró la calle, las malas juntas y la marihuana. Al poco tiempo ya salía a robar. “Hoy puedo ver que era explotado por mis supuestos amigos, todos mayores que yo. Aprovechaban que yo era menor y supuestamente no me iba a pasar nada”, reconoce.
Pero sí empezaron a pasarle cosas: tuvo 15 causas por robo. Con la plata que generaba con sus delitos, cuenta, compraba cosas para su casa. Zapatillas para sus hermanitos. Y también zapatillas para él. “Me daba vergüenza ir a la escuela con las zapatillas rotas”, recuerda.
En una de las últimas aprehensiones, terminó en un instituto de menores. Tenía 17 años. “Me recibió un pibe con un cepillo de dientes afilado y me robó las zapatillas. Ahí estuve 10 días hasta que me sacó la gente de la Subsecretaría. Se viven cosas terribles en los institutos. Hay pibes que salen más malditos y se desquitan con el primero que se les cruza”, dice.
Después de esa experiencia, cuenta, empezó a valorar más todo lo que le decía Gonza, el operador de la Subsecretaría que le hacía seguimiento. “No quería que mi mamá sufriera más, levantándose a las 4 de la mañana para sacarme de la comisaría”, dice.
A los 18 hizo un curso de soldador y logró un trabajo temporario de un mes en YPF. Hace siete meses que trabaja en el municipio. No dice que está de novio sino comprometido con Valentina, su novia desde hace 6 años. Ahora sueña con tener su casa en el terreno que está pagando en cuotas.
“Un día, la policía me paró tres veces”Afuera de su oficina, en el dispositivo, hay tres chicos de entre 14 y 16 años que vinieron a su reunión semanal. Todos tienen problemas con la ley. Dos, por robo. Uno, por lesiones. Los tres acceden a hablar con LA NACION, pero resguardan su identidad.
Sentados en ronda, hablan de la discriminación que han sentido por vestir gorra y ropa deportiva. Los tres coinciden en que, después de la primera aprehensión, el acoso policial empieza a ser moneda de todos los días. “A mí, una vez me pararon tres veces en el mismo día. Y no podés decir nada, porque cualquier cosa que digas es usada como resistencia a la autoridad y es peor”, agrega uno de ellos. “A mí me han llegado a parar en la puerta de mi escuela. Te ven tus compañeros, tus profesores. Y da mucha vergüenza”, acota el más callado de los tres.
Cuando se les pregunta por sus sueños, responden con una mirada de extrañeza, como si no entendieran la pregunta. Ante la insistencia, uno de ellos dice: “Yo quería ser futbolista. Pero no va a poder ser”. Mientras los otros dos se quedan mudos, negando con la cabeza, como si no tuvieran sueños.
“Pensar en un futuro es algo muy lejano para estos pibes, porque no tienen garantizado el presente -dice Dabalioni-. Les decís que con el plan FINES terminan la escuela en tres años y que pueden hacer un curso en dos y una carrera universitaria en tres y ellos te miran como diciendo: ‘En ocho años tal vez estoy muerto’”.
El funcionario cierra con un dato: según un estudio de Unicef, en 2022 el 0,3% de los adolescentes bonaerenses de entre 16 y 17 años estuvieron en conflicto con la ley. Es decir, 1.654 jóvenes. “Hay quienes creen que la respuesta estatal tiene que ser punitiva. Nosotros , en cambio, creemos que el camino es otro: la inclusión”.