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Cámara, acción, zen: “El amo del jardín”

“A veces te pega en la cabeza, otras te abraza.” La frase, dicha con tono zen, no viene de un maestro en un templo de Kioto, sino de Fernando Krapp, periodista, documentalista y escritor. El pr...

“A veces te pega en la cabeza, otras te abraza.” La frase, dicha con tono zen, no viene de un maestro en un templo de Kioto, sino de Fernando Krapp, periodista, documentalista y escritor. El protagonista de su documental El Amo del Jardín y mencionado en su libro La isla Artificial sobre la inmigración japonesa en la Argentina, es Yasuo Inomata, ingeniero agrónomo y paisajista japonés radicado en nuestro país desde hace más de medio siglo. Un hombre que construyó jardines como si fueran poemas de piedra, y que vivió su oficio con la gravedad de un artista antiguo.

El documental de Krapp no es una biografía cronológica per se; es un retrato oblicuo, fragmentario, donde el silencio pesa más que las palabras. Como los jardines que Inomata diseñó, es una obra donde lo ausente dice tanto como lo presente. En sus planos dibujados a mano con tinta, en sus caminatas mudas entre pedregullo rastrillado y pinos enanos, se revela una filosofía entera: la de un jardinero que es también un monje sin templo, un maestro sin discípulos, un creador sin altar.

La piedra no representa: la piedra es

¿Qué es un jardín japonés? La pregunta aparece varias veces en el documental, y siempre es rechazada, evitada o devuelta como un koan zen, una frase, dicho o historia corta que sirve como disparador para pensar, reflexionar y filosofar. Inomata no contesta: apenas sonríe, murmura algo críptico, y deja al interlocutor sumido en el desconcierto. Para entenderlo, sugiere, hay que vivirlo. O mejor aún: hay que dejar de intentar entender. En un momento del documental el director le pregunta directamente a Inomata: ¿Cuáles son las características de un jardín japonés? El ingeniero agrónomo, egresado de la Universidad de Tokio, se ríe y le contesta con cierto mal humor y hastío: “No vas a entender. Mucho libro. Todo una vida. Para saber tenés que viajar a Japón”. Inomata también menciona a Daigu Ryōkan, el poeta zen nacido en el siglo XVIII que no explica sino que promueve el descubrimiento por uno mismo. Krapp añade: “Y en el fondo tampoco importa, lo que importa es la experiencia, cómo vos habitás esa experiencia, qué tipo de aprendizaje te llevás. Después, entender o no un jardín japonés, las características, las distintas características, a la larga termina siendo irrelevante”.

En sus planos dibujados a mano con tinta, en sus caminatas mudas entre pedregullo rastrillado y pinos enanos, se revela una filosofía entera: la de un jardinero que es también un monje sin templo, un maestro sin discípulos, un creador sin altar

Aún así Krapp viajó a Japón entonces en busca de respuestas y se encontró con otra pregunta. Leyendo a Daisetsu Teitaro Suzuki, el pensador japonés que tradujo el zen a Occidente, encontró la clave: “Para la idiosincrasia japonesa, las cosas no representan, son”. Esa idea, profundamente antioccidental, choca con nuestra obsesión por la metáfora y la interpretación. En un jardín japonés, una piedra no imita una montaña: es una montaña. Un surco en la arena no evoca una ola: es la ola. No hay simbolismo. Hay presencia. Y esa presencia es, en sí misma, sagrada.

El jardín japonés zen, en su expresión clásica, el karesansui o jardín seco, no es una acumulación decorativa. Es una condensación del universo. Una reducción mínima del mundo exterior a un microcosmos de rocas, musgo y gravilla. En su disposición geométrica hay una intención espiritual. Cada elemento, incluso el vacío, tiene una función estética y ética.

La historia del jardín japonés atraviesa siglos. Se remonta al período Heian (794–1185), cuando la aristocracia construía jardines inspirados en paisajes chinos. Pero su desarrollo más singular se dio con el zen, durante el shogunato Ashikaga (siglo XIV), cuando los monjes comenzaron a diseñar jardines como espacios de meditación. Desde entonces, el jardín dejó de ser un lugar de paseo para convertirse en una experiencia contemplativa. No se lo recorre: se lo observa. No se lo transforma: se lo interpreta con el cuerpo.

En el zen, la belleza está en lo imperfecto, lo fugaz, lo incompleto. De allí surgen conceptos como el wabi-sabi (belleza de lo simple y lo transitorio), el yohaku no bi (belleza del vacío) y el shibumi (elegancia discreta). Todo jardín japonés incorpora esos principios: caminos sinuosos que ocultan lo que vendrá, piedras irregulares que sugieren antigüedad, asimetrías que imitan la naturaleza más que dominarla. Del sintoísmo, por otra parte, viene la creencia en el carácter espiritual de los objetos. Una piedra puede tener un kami, un espíritu. Una cascada puede ser sagrada. El jardín, entonces, no es una mera obra humana: es un espacio donde lo divino y lo terrenal se cruzan porque cada elemento es un espíritu en sí mismo.

Para entenderlo, sugiere, hay que vivirlo. O mejor aún: hay que dejar de intentar entender

En la Fiesta de la Flor de Escobar, Inomata recorre las instalaciones. Se encuentra con dos piedras irregulares y como si fueran nubes las mira, las disecciona y su creatividad se abre paso. De a poco va descubriendo un animal en una de ellas. Y la cámara de Krapp se posa unos segundos para que intentemos descubrir lo mismo que vio intuitivamente Inomata. La otra piedra es una cadena de montañas. No es que se parece a una cadena de montañas. Según su filosofía, es una cadena de montañas, no una representación o algo fruto de nuestra imaginación.

Hay jardines japoneses en casi todas las capitales del continente. El de Buenos Aires es uno de los más grandes fuera de Japón. También hay en Montevideo, Lima, Santiago, San Pablo y Ciudad de México. Pero pocos tienen la historia que carga el jardín de Palermo. El jardín japonés de Buenos Aires fue construido en 1967 e inaugurado el 17 de mayo de ese año por iniciativa de la colectividad nikkei, como parte de una política de expansión cultural promovida por Japón durante el “milagro económico”. Fue un gesto diplomático, pero también simbólico: una isla de Japón en pleno corazón de la Argentina.

Inomata fue el segundo de sus arquitectos paisajistas, después del primero, Luis Hamada. Según Inomata, con el paso del tiempo, el jardín fue desdibujando su propósito original; vio cómo su obra original fue cambiando. Desde el año 2000 cuando se agregaron flores, el paisajista manifestó su disconformidad. “El jardín japonés de ahora, para Inomata, no es un jardín japonés”, dice Krapp descubriendo una interna entre el hombre y los encargados de mantener su obra.

La Isla Artificial, el libro que antecede al documental, reconstruye esa historia. Krapp bucea en archivos, entrevistas, testimonios de miembros de la colectividad japonesa en Argentina. Encuentra un entramado de tensiones: entre issei (los inmigrantes) y nisei (la segunda generación nacida en Argentina), entre tradición y modernidad, entre integración y conservación.

La figura de Inomata aparece como centro involuntario de esa disputa. Su forma de trabajar obsesiva, silenciosa y precisa contrasta con la lógica de gestión institucional. Su arte no puede comprimirse en un PowerPoint. Tampoco puede traducirse sin perder algo. Inomata, más que un personaje, es un símbolo. Su vida resume el drama del inmigrante: dejar su tierra, construir otra, vivir en el medio.

Inomata quiso que su hijo continuara su legado. Por eso le puso Keigo, nombre compuesto por los ideogramas kanji que significan, entre varios significados, “paisaje” y “fuerza”. Pero Keigo se hizo médico. No hubo herederos. Tampoco discípulos. Solo colegas, aprendices ocasionales, amigos circunstanciales. Su saber permanece disperso: en planos dibujados a mano, en árboles podados con geometría invisible, en jardines privados de casas que nadie filma. En Lobos Inomata diseñó un jardín seco para la estancia de cientos de hectáreas que tiene el actor Tommy Lee Jones, frecuente visitante de nuestro país y jugador de polo. Ahí Krapp no pudo entrar. Sí pudo ingresar pero decidió no mostrar el jardín que Inomata construyó en el barrio El Cazador, en Ingeniero Maschwitz. Ese jardín, más selvático que los otros, tiene una cascada en reversa funcionando a través de un motor. Cuando Inomata fue después de un tiempo a ver su creación, su dueño se disculpó por no haber podado lo suficiente la vegetación y haberla dejado crecer, convirtiendo el jardín en un verde selvático. Inomata, lejos de enojarse, afirmó que ese era el verdadero ser de ese jardín en particular.

Inomata no dejó escuela. Pero sí dejó una enseñanza. Como los maestros zen, transmite más por lo que no dice que por lo que explica. “Te chicanea hasta que hacés lo que él quiere. Después te abraza. Y entonces sabés que aprobaste”, dice Krapp.

En 2023, Krapp viajó con Inomata a Japón. Su primera parada fue la Universidad de Agricultura de Tokio, donde le dieron una condecoración. Después, el viaje siguió a Kaimaishi, su pueblo natal. La pequeña ciudad, de 30.000 habitantes, había sido arrasada en 2011 por el famoso tsunami que devastó la costa noreste de la isla principal japonesa. Los amigos de la infancia de Inomata viajaron desde distintos puntos del país para verlo. La prefectura de Iwate lo condecoró. Fue un acto de reparación. Pero también un cierre. Pocos días después del regreso, Inomata cayó internado. El cuerpo no resistió la intensidad emocional. “No dijo nada, como siempre. Pero fue mucho. Lo quebró por dentro”, devela Krapp.

En esas escenas finales, el documental muestra al maestro en su elemento: caminando entre jardines silenciosos, reconociendo piedras como si fueran viejos amigos. En Japón, habla más. Habla en su lengua. Habita su historia.

“El jardín era él”, concluye Krapp. “Por eso en Japón no filmamos jardines. No hacía falta.”

El documental termina con una frase provocadora de Inomata: “Me arrepiento. Porque no me dio plata.” Es una línea que desarma todo la filosofía anterior supuestamente ascética y trascendente. ¿Cínico? ¿Autocrítico? ¿Irónico?

Quizás todo eso. Quizás ninguna. Como en un koan, no hay una sola respuesta.

En un mundo donde la sabiduría suele disfrazarse de solemnidad, Inomata se ríe. No se equivoca. Pero tampoco se toma demasiado en serio. Como los viejos jardineros de Kioto, sabe que toda obra está destinada a desaparecer. Que lo importante no es entender, sino habitar. Que la piedra no enseña: es.

Y eso, más que una lección, es un jardín.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/conversaciones-de-domingo/camara-accion-zen-el-amo-del-jardin-nid13072025/

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